Facultad de Ciencias Forestales

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Semestres de Campo


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¿Ingenieros forestales perdidos en el bosque?

Autor: Marc Dourojeanni
Profesor emérito. Universidad Nacional Agraria, La Molina, Lima, Perú.


La Facultad de Ciencias Forestales de la Universidad Nacional Agraria de La Molina (UNALM), en Lima, fue fundada hace ya más de medio siglo. En efecto, en pocas semanas más, el 11 de febrero de 2024, cumplirá sesenta años. Su historia, como cualquier otra historia, es una sucesión de éxitos y fracasos, de avances y retrocesos, de ganancias y de pérdidas. Pero también es una historia con un balance incontestablemente positivo para el Perú. Una constante a lo largo del tiempo ha sido la dura lucha por disponer de medios para la realización de cursos en el mismo bosque. En efecto, La Molina está localizada en Lima, en la estrecha y desértica faja costera central del país. En ese entorno, los únicos bosques que aún existen son los parque urbanos, constituidos en absoluta mayoría por especies ornamentales exóticas.



El inevitable primer cuestionamiento, al tratar ese tema, es ¿por qué hicieron un centro de enseñanza e investigación forestal en Lima? Y quien hace la pregunta automáticamente afirma ¡debería estar en la Selva! Pero la respuesta es simple. A comienzos de la década de 1960, cuando el Perú solicitó el apoyo de la FAO para formar profesionales forestales, la UNALM era la única institución que reunía las condiciones para acoger esa iniciativa. La Universidad Nacional del Centro, en Huancayo, que tampoco tenía bosques cercanos, excepto eucaliptos dispersos, había creado un poco antes una facultad de ingeniería forestal... pero no tenía profesores ni bosque. Dicho sea de paso, es la UNALM que le proporcionó ambos para poder graduar las primeras promociones. Pero eso no pretende ser una excusa para que la UNALM tenga una facultad de ciencias forestales. Como se verá, no hay ninguna razón que justifique lo contrario.

La FAO exigió cuatro cosas al Perú: (i) una universidad de buena calidad con especialidades afines a la ingeniería forestal (entre otras, agronomía y zootecnia) y con reconocida capacidad científica; (ii) un bosque para formar los nuevos profesionales, (III) crear una escuela de peritos o técnicos forestales, también con un bosque y; (iv) asociar la formación a la investigación forestal y a las demandas o necesidades de la industria maderera y del Estado.

El Estado peruano cumplió todo, ofreciendo la UNALM, tres mil hectáreas de bosque natural en el Huallaga Central y una estrecha asociación con el Servicio Forestal y de Caza que se transformó en el Instituto de Investigaciones Forestales. También creó una escuela de peritos forestales en un área de bosque cerca de Iquitos. Es decir que, desde que comenzaron las negociaciones entre el Estado y la FAO, ya estaba todo condicionado a que los futuros ingenieros forestales peruanos se formaran en aulas y laboratorios, pero, asimismo, en gran parte, bosque adentro. Varios de los cursos y parte de otros fueron diseñados para ser realizados en el propio bosque. Y no podría ser de otro modo cuando se trata de materias como dendrología, ecología, mensuración forestal o silvicultura, pero, en especial, para enseñar la realidad del manejo forestal, que es el alma de la profesión.

Es importante insistir en que no se trata “de prácticas forestales” como se ha dado en llamar a esa parte fundamental de la enseñanza. Se trata de verdaderos cursos basados en la observación, convivencia y manipuleo directo de árboles y animales, del ecosistema y de la sociedad local. Se trata de temas que no se pueden desarrollar únicamente en pizarras o pantallas de computadores. Gran parte de la enseñanza forestal requiere ver, sentir, oler, escuchar, tocar con los propios sentidos. Eso, sin mencionar la importancia de que los futuros profesionales tengan vivencias o experiencias personales en el ecosistema que van a cuidar y aprovechar. Se puede y se debe, obviamente, realizar prácticas preprofesionales sobre asuntos puntuales, haciendo lo que hacen los operarios o los técnicos o participando en operaciones madereras o en industrias forestales. Pero eso es otra cosa.

La historia de los cursos de campo de la Facultad comenzó bien, con un bosque de buena calidad de 3 mil hectáreas localizado cerca de Aucayacu en el Huallaga Central. Allí se dispuso de instalaciones óptimas para alojamiento, laboratorio y salas de reuniones, un pequeño aserradero, maquinaria, etc. Se le llamó Unidad Técnica de Capacitación Forestal (UTCF). Se invirtió mucho en el bosque y los estudiantes pasaban allí dos semestres completos. Pero duró pocos años. El área fue invadida y el gobierno de turno reclamó la tierra para dar títulos de propiedad a los invasores… que sembraron coca.

Siguieron varios años en que los cursos de campo se trasladaron a lugares prestados por entidades públicas. El primero fue el Bosque Nacional von Humboldt cuyas instalaciones ofrecían excelentes condiciones, similares a las de la UTCF. Lamentablemente, este lugar también fue invadido por los agricultores después que el gobierno de Belaúnde abrió, prepotentemente, un brazo de su carretera Marginal en medio de las instalaciones y experimentos. Los cursos de campo enfrentaron, otra vez, la dificultad de encontrar donde ser realizados. Después surgió la opción de Jenaro Herrera (Requena), donde se desarrollaba un proyecto de desarrollo agroforestal con asistencia técnica de Suiza, incluyendo una escuela de operarios forestales. El acceso era difícil requiriendo viajes por avión y barco, el bosque allí es en gran parte inundable y el mantenimiento del grupo era sumamente caro. Sin embargo, sirvió por un tiempo.

Fue cuando se consiguió, en la localidad conocida como Dantas, en la cuenca del río Pachitea abierta en un trecho nuevo de la Carretera Marginal, un lote de cinco mil hectáreas de bosque de buena calidad. Con apoyo de la cooperación suiza se construyó otra instalación de primera calidad, incluyendo aserradero, laboratorios y otras facilidades y, allí también se invirtió mucho en instalar parcelas de crecimiento, realizar inventarios y desarrollar investigaciones. Lamentablemente, tampoco duró mucho. Esta vez fue Sendero Luminoso que obligó a la Facultad a abandonar también ese lugar, reiniciándose las peregrinaciones en busca de lugares para realizar los cursos. Entre otros, se aprovechó bien de las facilidades del fundo La Génova, en La Merced, que pertenecía a la UNALM, aunque las condiciones de su bosque estaban lejos de ser ideales. En tanto, los invasores de Dantas aprovecharon de la situacion y, claro, dedicaron buena parte de lo que había sido un bosque para plantar más coca. Ese lugar parecía perdido para siempre. Felizmente, una década después de eso y de nuevas peregrinaciones para realizar los cursos, la Facultad volvió a tomar posesión de lo que queda del área de Dantas y ha reconstruido algunas facilidades. Es, como dicho al comienzo, una triste historia de avances y retrocesos, cuyo final no está escrito.

Lo que nunca cesó fue la lucha de los profesores de la Facultad para conseguir el financiamiento necesario para los cursos de campo, sea donde sean. Y no ha sido nada fácil. Ante la poca comprensión de unos y, por qué no decirlo, el egoísmo de otros, cada año se repite la misma discusión, que domina las negociaciones presupuestales… ¿por qué “forestales” pide más dinero que los demás? Y año tras año la Facultad de Ciencias Forestales pierde y se le asigna solamente una parte “equitativa” del presupuesto. Por tanto, debe extraer de su propia menguada porción el financiamiento de los tales cursos que las demás facultades no requieren pues tienen todo lo necesario para acceder al campo “a la vuelta de la esquina” y hasta en el propio campus, es decir sin gran carga económica adicional.

La UNALM es una universidad nacional que pretende ser, realmente, de ámbito nacional. Es la más antigua en las ciencias agronómicas, incluida la forestería y continúa, por mucho, siendo la mejor de todas las peruanas y una de las más destacadas del continente en sus especialidades. Mezquinar la formación de una de sus especialidades, una que actualmente es de las más requeridas, especialmente por sus connotaciones ambientales, negándole sistemáticamente un presupuesto adecuado para realizar sus cursos de campo, equivale a renunciar a su rol nacional.

Además, ninguna universidad que pretende formar profesionales para el nivel nacional y localizada, por ejemplo, en la región amazónica podría, a su turno, evitar ofrecer cursos en costa y sierra. La forestería se desarrolla por igual en las tres grandes regiones naturales, en unas se enfatiza la forestación o reforestación y en otras el manejo del bosque natural y en otras el manejo de la fauna, hasta en el mar peruano. No hay ningún argumento válido para proponer que la formación de los forestales se haga en la Selva y no en la Costa o en la Sierra.

Además, los cursos de campo sirven para afianzar la vocación de los estudiantes, especialmente de aquellos que no están muy convencidos y también es un importante filtro para seleccionar a quienes realmente desean y pueden ser profesionales forestales. Quizá lo más importante sea el estrecho contacto con el entorno en que se desempeñarán, en especial los que se dedicarán a la Amazonia, a la que no pueden ayudar sin conocen ni entender su realidad. Eso les brinda la oportunidad de usar sus cerebros frescos y su vigor juvenil para pensar y, ojalá, practicar soluciones. Finalmente, es crucial la estrecha comunicación profesor-alumno que esos cursos brindan, conviviendo y trabajando todos en las mismas condiciones en campamentos improvisados, cocinando juntos y viviendo, en el terreno, las vicisitudes de la vida en el bosque.

Se espera que la UNALM y su Facultad de Ciencias Forestales nunca cedan, cueste lo que cueste, cuando se trata de defender la calidad de la enseñanza. Los ingenieros forestales necesitan que parte de su formación sea realizada en el campo, es decir en el bosque. Eso no es negociable. La sociedad no necesita ingenieros forestales que se pierdan en el bosque.

Referencia:
Dourojeanni M J. 2009. Crónica Forestal del Perú. Universidad Nacional Agraria, La Molina. Ed. San Marcos. 727p.